lunes, 28 de marzo de 2011

Mi vida y encuentro con la lectura


¡No, no, por los pelos de mi barba barbilla no te dejaré entrar! No sé cómo ni por qué jamás se borra de mi mente la respuesta llena de miedo del menor de los tres cerditos y tampoco me imagino un cerdo con barba, porque, aquí entre nos, ni mi pequeño libro lo ilustraba así. La verdad es que cada que podía abría aquel montoncito de hojas lleno de  ilustraciones de tres curiosos cerditos y un feroz lobo con chaqueta negra. Mi abuelo paterno me lo había regalado a los cinco años, pero solo hasta los seis pude leerlo, mientras tanto pasé casi todas las noches de un año escuchando el casete blanco que por el lado B, contaba la, para mí en ese entonces, la aburrida historia de Pinocho y por el lado A la fascinante historia de Los tres cerditos. Desde el primer momento mi abuelo supo que, cuando le “leía” sentada en sus piernas, era una farsa sostenida por mi increíble memoria y por todas las imágenes, que se convirtieron en la clave para saber cuándo debía pasar a la siguiente página. No obstante, mi abuelo Rafael se llenaba de paciencia, me escuchaba siempre que se lo pedía y me regalaba un fuerte aplauso al finalizar el relato, una Pony Malta y una mantecada deliciosa, que vendía el señor Humberto en la tienda de la esquina.


Cuando llegó el tiempo adecuado mis padres decidieron matricularme en lo que sería mi primer encuentro con las aulas, compañeros, profesoras, dinámicas y mucha, pero mucha plastilina. En realidad, de esa primera institución educativa a la que pertenecí solo recuerdo claramente mis manos manchadas de la tinta que suelta el papel cometa cuando le untas Colbón y, desafortunadamente, a un niño que me perseguía a todas partes, porque según él yo era su hija y, únicamente, podía hacer lo que él me permitiera. Para mayor desgracia, Jeison, porque así se llamaba, era un poco mayor que yo e hijo de mi profesora, que vilmente creía muy chistoso ese juego de niños. Tuve que resistir y ser paciente con esa pesadilla durante tres años, hasta que por fin me gradué de pre-escolar y mi ciclo en dicho claustro educativo terminó.

Después de cuadernos llenos de lentejas, bolas de papel, fríjoles, aserrín, que hacía las veces de arena en mis dibujos, y pequeños pedazos de ramas, que eran las cercas que encerraban los animalitos de la granja, pasé de decorar paisajes, rellenar círculos, cuadrados y triángulos a unir con una línea la secuencia de puntos que tenían la forma de las vocales. Una a una, las fui aprendiendo a delinear, claro que después de rellenarlas con aserrín, bolas de papel, lentejas y algodón. Cuando mis compañeritos y yo terminábamos el proceso de decoración la profesora lo recogía todo y lo pegaba en la pared del salón. Así hizo con las cinco vocales hasta que las cuatro paredes se llenaron de nuestro magnífico arte y, luego, durante algún tiempo escuchamos una y otra vez la gloriosa e inmortal: “salió la a, salió la a, y no sé a dónde va, a comprarle un regalo a mi mamá”… Una canción que dejó mella en muchos de nosotros y, aunque suene cómico, creo que más adelante, cuando el tiempo griete nuestra piel, es más probable que olvidemos primero el nombre de nuestros nietos que borrar de nuestra mente el pegajoso ritmo de esa tonadilla.

Pues bien, entre canciones, rondas y tonadillas las letras fueron llegando a mí como llegan las enfermedades silenciosas: sin ningún tipo de síntoma claro, sin saber cuándo y sin saber por qué. Noté que estaba inmersa en las letras, las palabras, las oraciones, cuando no fue necesario escuchar el casete en las noches para recordar cuál era la secuencia de la historia de Los Tres Cerditos. Ya el señor Humberto no vendía las mismas mantecadas y mi abuelo, por supuesto, ya no tenía paciencia para escuchar la misma historia, pero con una lectura más lenta y entrecortada. No había vuelta atrás, yo estaba decodificando, porque leer es más que pasar la vista y recitar en voz alta lo que está escrito o impreso en un papel.

Pronto, sentí una mezcla de emoción, nostalgia y miedo al saber que dejaba a un lado las melodías. Ya mi profe no llevaba la grabadora a clase, ya no había Colbón, crayones, acuarelas y punzones. De repente entré en el mundo del tablero verde y las largas tizas de colores. La lista de cuadernos que piden a principio de año para cada una de las asignaturas que se van a ver y, claro, las cartillas de lectura y de operaciones matemáticas. Pero, algo me causó demasiada curiosidad, mi cuaderno de caligrafía. Nunca había utilizado un cuaderno así y, para ser sincera, la letra de mi maestro me cautivó al punto de querer hacer planas todas las veces que él lo deseara. Al parecer yo era la única deschavetada que le agradaba la idea de repetir una y otra vez la misma figura, letra o palabra. Todo, absolutamente todo lo que rodea el aula de clase me fue envolviendo, me atiborraba de sorpresas, de adrenalina, de ira, de cansancio, de tantos sentimientos que, fueran buenos o no, me atraparon de una manera asombrosa.

Un día, en clase de español leí un texto que llegó a mí para jamás ser olvidado, era una leyenda de las regiones del Tolima, Huila y Llanos, llamada La candileja. Sí, aquella historia que cuenta el castigo que los guardianes del cielo le impusieron a una abuela alcahueta, convirtiéndola en una gran bola de fuego con tres tentáculos, uno que la representaba a ella y los otros dos a sus rebeldes nietos. Para ese entonces, yo tenía nueve años y el libro de español en el que leí esa historia se llamaba Madrigal. Nunca entendí por qué castigaron a la abuela y no a los dos revoltosos nietos, por muy condescendiente que fuera la pobre anciana no podía admitir que los malcriados y perversos infantes quedaran libres de algún correctivo. ¡Qué decepción! uno de los primeros dolores en mi ingenua infancia, sin olvidar, por supuesto, la triste muerte de Mufasa, el padre de Simba, en la película El Rey León.

Luego vino mi “maestro” de sociales, un hombre reconocido en mi pueblo por su ardua lucha de mantener viva la cultura de nuestra región. Su firmeza era tan severa que nos hacía recitar las once estrofas del himno nacional de la República de Colombia y las tres del himno de mi pueblo, Aguachica. Poco a poco mi ejercicio de lectura se limitó a la repetición de estrofas hasta el punto de aborrecer mi clase de sociales. Ya no quería recitar coplas en la tarima del colegio, no quería cantar Pueblito Viejo de José Morales, no quería bailar ni cumbia, ni joropo, ni bambuco y menos el mapalé. Hasta que un día ese desinterés produjo la burla de mis amigos, pues mi experimentado maestro se le ocurrió decir que mi oposición a presentarme en cualquier acto público se debía a que me daba pena de que la gente notara que yo olía a orín de caballo. No supe de dónde había sacado eso, tampoco me imagino a una persona oliendo a algo tan desagradable. Únicamente descubrí su incapacidad de aceptar su culpabilidad y pésimo régimen educativo. Para no extenderme en lo que llamo mi primera pesadilla en la escuela, terminé en un colegio de Hermanas Teresianas, donde jamás recibí una ofensa como la que me hizo aquel profesor en la antigua institución educativa.

Como es de imaginarse, me enseñaron a rezar, me mostraron la vida del fundador de mi colegio, San Enrique de Ossó, la de nuestra patrona, Santa Teresa de Jesús, y todo lo relacionado con la religión católica. Allí conocí excelentes personas y grandes amigos. Pero allí, también creció la apatía que llegué a sentir anteriormente por la lectura, pues se le sumaban muchas situaciones negativas de mi vida que hacían que yo me alejara de ella. Una principal fue que, hasta ese momento, mis padres eran los únicos que me regalaban constantemente libros de cualquier temática, historia, matemáticas, geografía, cultura general, etc., sin embargo, ello cesó cuando realmente llegó una enfermedad silenciosa a la familia. Mi papá, descubrió su insuficiencia renal cuando ya era demasiado tarde, ya no se podía hacer nada, ya no había riñones. Y claro, como es de imaginar, mi papá tuvo que buscar ayuda médica en otra ciudad porque en mi pueblo no había ni médicos ni implementos adecuados. Así fue como llegó a mí uno de los golpes más fuertes a mi vida y si bien, todo cambió y me alejé de la lectura de leyendas, cuentos y fascinantes historias, empecé a leer partituras. Sí la música fue mi refugio durante todos los años que mi papá y mi mamá estuvieron fuera. Pero, la verdad, gracias a sucesivas y diversas circunstancias de la vida, volví a la lectura, volvía a los libros, para viajar a cualquier parte del mundo sin necesidad de moverme a ninguna parte, para conocer lo desconocido, para tocar lo inalcanzable, para hacer volar mi imaginación, en fin, para conocerme.

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