En medio de mi mundo de sueños una sensación de agobio interrumpe las extraordinarias construcciones oníricas. Sean terroríficas, angustiantes, abrumadoras o simplemente maravillosas y perfectas, todas caen ante mi insistente y pertinaz alarma interior. Y digo alarma interior, porque justo antes de que suene el despertador mi mente deja de soñar, detiene todos sus proyectos o maquinaciones para cederle el turno a la realidad, para regresar al mundo de los vivos, al mundo de los deberes y de los compromisos.
Una vez despierta, acaricio por última vez mi suave lecho, mientras que con un estirón expulso la envolvente y pesada pereza. El reloj sigue su camino y deja tras sus pasos memorias, rutinas, acciones, recuerdos y sueños, que desde el ahora serán parte del pasado. Yo, por el contrario, camino al ritmo de las manecillas del reloj, pues todavía considero que me falta mucho para abandonar la marcha incesante del tiempo.
Suena la alarma, la verdadera, la del mundo de aquí, la creada por el hombre y mi mente aterriza completamente en la habitación, mi pequeño espacio, mi caja de secretos y refugio de mi otro yo. El yo que le gusta estar a solas y escuchar las sentencias y discursos del pensamiento, las lecturas de mundos fantásticos escondidos tras los libros y las melodías que brotan de las cuerdas de mi guitarra. Pero no es momento de mi otro yo, es momento de que Mariel se apresure a darse una ducha porque, si permite que pase un minuto más, es muy probable que otro inquilino, de la casa de arriendo para estudiantes, tome el baño y salga justo cuando ya definitivamente no se puede hacer nada para llegar a clase a tiempo.
Agarro la toalla, el jabón, el champú, el cepillo de dientes y las sandalias de baño, y mientras lo hago mi mente está en casa, con mis papás, en mi pueblo, en mi hogar. Todas las mañanas inevitablemente la tristeza visita mi alma y evoca la calidez de los míos, pero de inmediato vuelvo al ahora y dejo que el agua revitalice mi cuerpo y me dé el empujoncito que siempre me introduce en el mundo de los compromisos, en el mundo de la lucha, en el mundo que se convierte en rutina.
Ya bañada y lista para caminar los 15 minutos que dura el recorrido de la casa a la universidad, desconecto todos los cables de mi cuarto, aseguro las cosas de valor, apago la luz y miro por última vez mi pequeño espacio. Echo seguro a la puerta, porque la soledad, los extraños y las malas jugadas de la vida, que ahora son recuerdos y enseñanza, me obligan a estar prevenida hasta del viento. Salgo de la casa y respiro profundo el aire fresco de la mañana, que es como el desayuno del alma y la fuerza para el corazón. Entonces, empieza mi caminata, a un ritmo apresurado, porque no soporto la tardanza ni en mis pasos, ni en la llegada a clases.
Durante el recorrido, el vigilante del barrio me dice: ¡buenos días vecina! Y yo, que adopté desde hace algún tiempo el “vecino” o “vecina” del santandereano, respondo: ¡Muy buenos días vecino! La carrera treinta con el tráfico vehicular de costumbre, parece una pista de carrera de estudiantes, de trabajadores, de buses y más buses. Pero lo que sin duda alguna no puedo evitar de mirar es a los hombres tirados en el suelo, abrigados por la calle y pedazos de cartón. Jamás va a dejar de impactarme esta escena todos los días. Yo vine a saber de la indigencia, a ver la indigencia en esta ciudad atiborrada de gente, ruido, algo de caos, vandalismo y contaminación. Cosa que jamás había visto en mi pequeño y caluroso pueblo.
Una vez llego a la redoma del estadio Alfonso López, acelero aún más el paso, pues extrañamente en esta ciudad la seguridad cambia de manera abismal de una calle a otra. Solo me siento más tranquila cuando choco con las paredes del Colegio Tecnológico y veo muchísimos niños y jóvenes bajándose de la buseta escolar o del carro de sus padres o del famoso “carro e’ Nando”. Con ellos aparecen los grandes grupos de estudiantes universitarios que se bajan del Metrolínea y parecen una manada de salmones en su recorrido río arriba. Todos con la misma prisa y paso ligero, porque entrar a la U ahora es un caos, que seguramente quita uno o dos minutos del tiempo programado para el recorrido casa-universidad. Ya adentro del claustro aparecen las caras conocidas y los saludos como: ¡Hola Mayecita!, ¡Mayé!, o simplemente ¡buenos días!, saludos quizá más cálidos que los de los “vecinos”, pues oigo mi nombre y eso me da un sentimiento de tibieza y seguridad. Pues en mi tierra, como todo pueblo pequeño, sabemos hasta el nombre del loro de la señora de al lado.
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