lunes, 9 de abril de 2012

Crónica de cómo se hace

Medio siglo entre lápidas y literatura
Eran las once de la mañana, la hora perfecta para transitar por los alrededores del cementerio central de la ciudad de Bucaramanga, pues, es una zona que poco conozco, como muchos otros lugares de la ciudad de los parques. Además de la hora, necesitaba la compañía de una persona que conociera más la metrópoli, no como yo que, en los casi tres años que llevo en ella, solo me limito a frecuentar zonas cercanas a la Universidad en la que estudio y, por supuesto, lugares muy conocidos. Por lo tanto, acudí a un gran amigo que vive cerca al camposanto y él, desde luego, accedió a acompañarme.

Lo extraño del asunto es que una persona como yo, que no es oriunda de la ciudad y no tiene a ningún familiar en ella, quiera caminar por los alrededores del Cementerio Católico Arquidiocesano. Ya que, por toda la calle 45, desde la carrera 12 hasta la 14, no se encuentra más que ventas de todas las cosas relacionadas con los rituales ofrecidos a las personas fallecidas. Además, no tengo a ningún difunto por visitar en la necrópolis.

Pues bien, nada más que una obstinada curiosidad me lleva hasta allí, de esas tan fuertes que empujan de una manera extraña a buscar las razones de algo. En efecto, mi curiosidad era la de saber cómo se hace una lápida. Cómo se hace aquello en lo que se inscriben el nombre del extinto, la fecha de su nacimiento y la de su muerte, más un mensaje en el que se hace remembranza a la esencialidad de su ser, de lo que fue en vida o los recuerdos que quedan de este.

Durante la caminata hacia la zona hablé de diversos temas con mi amigo, como también pensé en cómo iba a hacer para que un vendedor o vendedora de lápidas me concediera una entrevista en la que me contara cómo se hace el producto que ofrece. La verdad no tenía idea alguna, por ende, acudiría a la improvisación y dejaría todo a la suerte. A medida que avanzábamos sentía que un hilo de frío se extendía por todo mi pecho, ¡ni el ardiente sol del día pudo espantar los pequeños escalofríos en mi cuerpo! Tengo que confesar que cualquier tema relacionado con la muerte me congela el corazón y arrebata el oxígeno de mis pulmones. No obstante, era más grande la inquietud que mi temor.
Al llegar al frente del cementerio, observamos las tumbas cercanas a la reja y nos sorprendió ver inscripciones con fechas de hace un siglo. Las manchas oscuras y la corrosión daban cuenta del paso del tiempo en aquellas lápidas. Aquella imagen alimentó más mi curiosidad, así que seguimos caminando hasta llegar a una secuencia de locales en los que se exhibían todo tipo de lápidas.

Decidimos que entrevistaríamos al primer adulto mayor  que encontráramos en uno de aquellos locales. Pues, es sabido que las personas de edad avanzada tienen el buen hábito de la conversación y les encanta que escuchen sus historias. Así fue, vimos a una señora y después de comentarle la intención de mi visita accedió con amabilidad a responderme algunas preguntas. Sin embargo, la querida señora, llamada Adela, no sabía mucho del negocio pues, no había incursionado en él hace pocos años.

Sin embargo, de aquella charla pude rescatar algunos datos interesantes. La señora Adela me comentó que la mayoría de negocios en los que se venden lápida se encargan de tener la materia prima (mármol, aluminio o marmolina) y conseguir a los clientes, osea los familiares del fallecido; porque el proceso de diseño es realizado por los talladores que visitan frecuentemente los almacenes en busca de trabajo o, como se dice, salen al rebusque.
Terminada la entrevista, que no duró más de diéz minutos, me sentí completamente insatisfecha. Pues, aunque la señora Adela me habló un poco del asunto, mi curiosidad seguía latente. No hubo más remedio que devolverme a casa, porque en los otros negocios no se veían expectativas para una buena entrevista. Así que mi amigo y yo decidimos caminar hasta su casa, allí recogería mi bolso para luego tomar el bus.

En la caminada de regreso ambos íbamos callados, con cara de tristeza por el fracaso de la mañana. No logramos encontrar a una persona madura en el oficio de la talla. Solo se veían mujeres y hombres jóvenes  con aspecto de impulsadores del producto. De ese tipo de personas que tienen el arma de la persuación, pero desconocen totalmente el arte. De pronto, vimos una vieja casa de tapia con un letrero que decía Marmolería la Selecta, lápidas en mármol, marmolina y escaños en granitos. Nuestros ojos tomaron toda la vida que trae consigo una aliento de esperanza. No solo habíamos encontrado una marmolería en la que se fabricaban las lápidas, sino que también aquel sitio desde su pequeña puerta verde aparentaba ser un templo remoto del arte de la talla.

Nos acercamos a la puerta y una hermosa abuela nos regalos la dulce sonrisa que solo se puede recibir de los niños y los experimentados ancianos. Le comentamos que queríamos hacerle una pequeña entrevista, pero sin ni siquiera darnos respuesta nos abrió la puerta y nos dirigió a un pequeño cuarto en el que se encontraba un hombre como de su misma edad. Al ver a quel hombre mi amigo quedó atónito y de mi boca se escapó la expresión: ¡Dios!, que se llevó consigo mi aliento.
Efectivamente, habíamos entrado a un templo, no solo había mármol y lápidas en todas las paredes de la casa, sino que allí, en aquel pequeño cuarto se encontraba todo un caballero rodeado de estantes llenos libros. Su nombre Luis Alberto Sánchez, como decía una de las lápidas de muestra, es muy reconocido entre las personas dedicadas al oficio de la talla. Mi gran oportunidad había llegado, así que en medio de aquella pila de libros tomé asiento junto a don Luis y empecé a preguntarle sobre la labor de talla de lápidas.

Don Luis lleva más de cincuenta años tallando lápidas en la ciudad de Bucaramanga, empezó desde muy joven y confiesa que la complejidad de su oficio está en las manos del hombre, en la habilidad para la talla, pues las únicas herramientas que se necesitan son el mármol, un martillo y un cincel. Sin embargo, lamenta que después de tantos años de trabajo, la competencia desleal y el desvalorización por este arte, lo hayan obligado a disminuir la calidad en su producto y  trabajar para obtener lo del sustento diario.
Cuenta don Luis que anteriormente un tallador duraba hasta tres meses haciendo una lápida, pues la precisión en los detalles exigía tiempo y dedicación. Sin embargo, hoy en día por el afán de entrega y descuido de la calidad, el máximo de tiempo para la elaboración de esta es de cinco días.
Comúnmente, la lápida que necesita más tiempo de tallado es aquella que va en alto relieve, contraria a la de bajo relieve que es un poco más fácil de realizar. Hace treinta años, la cantidad de dinero que se pedía por una lápida oscilaba entre los ciento cincuenta y doscientos cincuenta mil pesos, pero la competencia y la incurción de nuevos materiales, como el aluminio, generó una disminución abismal en los precios, llegando hasta los setenta mil pesos.

Así pues, después de aquella charla, don Luis nos permitió tomar unas fotos y apreciar todo su trabajo, con el que da cuenta de su gran experiencia y dedicación en el tallado de lápidas en mármol. No es solo un oficio es una vida entera dedicada a una pasión, que fue acompañada con el mágico mundo de la literatura, pues es sus tiempos libres, don Luis leía a Vargas Vila, Dante Alighieri, Jorge Isaacs, Jesús Zárate y otros grandes representantes de la literatura. A don Luis se le puede considerar, con toda seguridad, un personaje de la ciudad de Bucaramanga.
Finalmente, mi amigo y yo salimos felices de aquella casa de tapia, por fin había saciado aquella sed angustiante de mi curiosidad. No hay nada más satisfactorio que darle rienda suelta a la búsqueda de respuesta a  todos nuestros interrogantes, pues quizá, algún día, se encuentre con un hidalgo de cabellera blanca que guarde historias mágicas para nuestros oídos.

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